Una niña del pueblo de Tepatepec
Tepatepec, Hidalgo, es un pueblo-cabecera de un municipio muy joven, creado apenas en 1927. El municipio Francisco y Madero, homenaje al primer líder democrático post-revolucionario, surgió como consecuencia directa del establecimiento de una escuela normal rural (o sea, una escuela para formar maestros, dentro de la tradición normalista), la Escuela Central Agrícola de Hidalgo (El Mexe). Fundada por Plutarco Elías Calles en 1925, en esa escuela se educó, como maestro de educación primaria, Heladio Gálvez Cruz, padre de la Senadora hidalguense Xóchitl Gálvez. En esos años, la formación de maestros normalistas en cientos de municipios por todo el país generó procesos de empoderamiento y ascenso social de líderes, empresarios, profesionistas y activistas indígenas, cuyas consecuencias apenas se vislumbraban entonces, pero, medio siglo después, son más evidentes.
Me aventuro a suponer que la madre y el padre de la ahora Senadora tomaron la decisión de poner un segundo nombre indígena a casi todos sus hijos (Xóchitl, Malinali, Eréndira, Xicoténcatl y Tonatiuh), en un gesto político de rebeldía, o por lo menos, de desafío, al proyecto modernizador hispanizante del Estado mexicano de esos años. Una decisión tomada por una familia indígena en un pueblo del Valle del Mezquital, sin saber qué futuro les esperaba a sus niños y niñas. Décadas después, dos de las hermanas presentan un contraste notable, reflejo de la compleja realidad de nuestro país. Una de las hijas, Malinali, vive el interminable proceso del laberinto jurídico mexicano, acusada de formar parte de una banda de secuestradores, sin sentencia después de 11 años. La otra hija, Xóchitl, aspira hoy al máximo cargo de autoridad y servicio público del país.
Los nombres y apellidos importan, no sólo por lo que denotan sobre la identidad propia, sino porque estudios académicos recientes muestran evidencias contundentes de que los empleadores con frecuencia usan los nombres propios como señales de identidad, para ejercer discriminación en contra de indígenas o mujeres (estos estudios, llamados de auditoría, se iniciaron estudiando nombres típicos de afrodescendientes; para México véase el trabajo de les investigadores Eva Arceo y Raymundo Campos). Otros estudios académicos, en particular el trabajo del historiador económico Gregory Clark, han demostrado que la frecuencia de los apellidos, y en particular los apellidos poco comunes denotan generalmente privilegio: la nobleza inglesa subsiste, después de muchos siglos, sobre-representando a los estudiantes de las familias de elite en escuelas como Eton u Oxford. También ha mostrado procesos inversos, como que los apellidos indígenas del pueblo Mapuche en Chile constituyen un bloqueo en contra de la movilidad social. Esto implica que en términos de empeabilidad, no es lo mismo llamarse Claudia que Xóchitl. O que, en términos de movilidad social, no es lo mismo apellidarse Ebrard o Creel, que Gálvez.
El nombre Xóchitl con que fue registrada la Senadora no proviene, sin embargo, de un legado de nombres propios en idioma hñähñu (otomí), que fueran heredados de los ancestros Gálvez o Ruiz originarios de Tepatepec. Me imagino más bien que la formación del padre, un maestro de primaria rural, en un entorno altamente politizado de los maestros normalistas de la época, le fue transmitida una visión ideológica y programática de transformación social revolucionaria. Nombrar a sus hijos señalando el origen indígena, aunque con nombres de otras culturas indígenas que no eran la suya, en lenguas nahua y purépecha. El entorno intelectual del movimiento normalista es un aspecto fundamental para entender cómo puede suceder que una niña aplicada en la escuela primaria, seguramente precoz, y con ambición de ascenso social, logró salir de un pueblo olvidado en Hidalgo en los años setenta, convirtiéndose en empresaria exitosa y política prominente, hasta el punto de aspirar hoy a la Presidencia de México.
Me aventuro a imaginar también que el empuje de esa niña fue inculcado por la madre, según su propio recuento, preparando gelatinas para vender y apoyar sus estudios, no obstante un entorno de violencia doméstica y alcoholismo. En una entrevista de hace unos años se reportaba que el padre se burlaba de madre e hija, diciéndoles: “ya dejen sus chingadas gelatinas, ni que se fueran a comprar su casa en las Lomas de Chapultepec”. Carmen Moran Breña escribió al respecto, en un estupendo reportaje publicado en El Pais, que los familiares que residen en Tepatepec hoy en día difieren en su percepción sobre el origen humilde o acomodado de la Senadora. Pero en una entrevista con Sergio Sarmiento de hace más de veinte años, en 2001 antes de que su carrera política la hubiera convertido en una figura pública, me entero que la entonces empresaria exitosa Xóchitl Gálvez trabajó desde joven en el registro civil de su pueblo. También trabajó como telefonista, de donde surgió su interés por las computadoras.
La Senadora Xóchitl aspiró a una carrera profesional que superó por mucho a su padre, negándose a ser maestra normalista, volviéndose en su lugar universitaria, con poco apoyo de sus padres, en una ciudad hostil y agresiva. Imagino a su madre con la ambivalencia decidiendo si apoyar la decisión de la joven Gálvez para migrar, salir de un pueblo con escasas oportunidades, para establecerse a la Ciudad de México — y eventualmente, comprarse una casa en “Las Lomas”. Salir de un pueblo del Valle del Mezquital hace medio siglo no es un logro cualquiera.
Pero me he adelantado en mi narrativa, quiero regresar a apuntar algo sobre la movilidad educativa. Para miles de estudiantes indígenas en los pueblos de México, quienes aspiran a continuar con sus estudios más allá de la escuela primaria, el cuello de botella suele ser cómo asistir a la escuela secundaria. Esto era más cierto hace cincuenta años, y continúa siendo el caso ahora. La mayor parte de los estudiantes universitarios indígenas que he conocido en el programa de verano que realizamos en Stanford para estudiantes interculturales, son producto del sistema nacional de telesecundarias, pues en sus pueblos originarios sólo había escuelas primarias. En el caso de la Ingeniera Gálvez, ella tuvo que ir a la escuela del pueblo vecino, a Mizquiahuala, a dos leguas de distancia (esto es, dos horas de camino a pie), o en nuestra métrica moderna, 12 kilómetros, aunque no a pie, pues los recorría en el automóvil de su tío.
La ciudad de México queda a 13 leguas de distancia de Tepatepec. Utilizo estas medidas de distancia de la era colonial, para empezar a imaginar cómo serían estos pueblos en sus orígenes más profundos. El pueblo ancestral de Tepatepec es bastante viejo. Según las fuentes coloniales que sobreviven, Tepatepec era el límite al oeste de un espacio territorial del altépetl-pueblo de Mizquiahuala, como se aprecia en el Mapa de la Relación Geográfica (RG) de Atengo y Mizquiaguala de 1579. Tecpatepec aparece mencionado en un documento previo, en la Suma de Visitas de los Pueblos de 1548. No era un pueblo por si, con autoridad jurisdiccional propia, sino una colindancia (sin descripción propia) del pueblo de Ajacuba (Axacuba, pueblo 8 en la numeración de Francisco del Paso y Troncoso). En sus orígenes Tepatlepec probablemente no era un altépetl, una ciudad estado, sino un pueblo sujeto o una estancia periférica, un tlaxilacalli o hnini (en la lengua que se conoce comúnmente como otomí, o más correctamente, hñähñu).
Durante la era colonial en esa zona muchos lugares se convirtieron eventualmente en estancias, usadas para cultivo de maguey o para pastoreo de ovejas. El maguey es descrito con lujo de detalle en la Relación Geográfica de Atenco y Mizquiaguala (para un análisis del corpus de las RG, consúltese el estupendo proyecto lidereado por Patricia Murrieta Flores en la universidad de Lancaster), como una fuente de fibras naturales para mantas y huipiles, agujas para coser, mecate, leña, tejas para construcción, jabón, aguamiel, pulque y mezcal. Pero la irrupción del ganado ovino, traído por los españoles, creo una pugna por el uso de suelo, con un uso alternativo pastoral en lugar de la agricultura tradicional. Ese tipo de conflicto entre pastoralistas y agricultores es mucho más antiguo que el proceso colonial, impuesto por los europeos en México.
En el caso específico del imperio español, los derechos de la Mesta, el privilegio otorgado al gremio de ganaderos para pastar libremente sobre el territorio de la península española, tuvo consecuencias catastróficas al trasladarse esa institución política a América, con el otorgamiento de estancias para ganado. La desertificación de lo que hoy conocemos como el Valle del Mezquital — una región icónica caracterizada en el imaginario colectivo mexicano por su aridez y pobreza — fue una catástrofe producida por los seres humanos, por la ganadería ovina, como lo demuestra el fascinante libro Plaga de Ovejas, de Elinor Melville. “La tierra se volvió sólo apta para ovejas, no era inherentemente pobre” (énfasis en el original, p.114).
David Méndez Gómez ha recientemente publicado en su premiado libro, un estudio exhaustivo de la toponimia y el significado de los lugares y las personas representadas en el mapa de la Relación Geográfica de Atenco y Mizquiahuala. En su estudio incluye textos con múltiples concesiones de estancias para ganado menor en la zona. Aunque no sabemos exactamente qué sucedió en el territorio específico de Tepatepec, no hay duda que la catástrofe demográfica del siglo XVI dejó prácticamente despoblados todos estos lugares, y que la sobre-explotación del ganado ovino devastó el ecosistema. Los ancestros de la Senadora hidalguense, y de cualquier persona que venga de ese y los pueblos vecinos, es un superviviente de una violencia difícil de imaginar.
Hay un documento colonial que me parece el más significativo para entender el legado del México Profundo de los ancestros de la hoy Senadora. Se conoce como la “Pintura del Pueblo de Tepatepec contra Manuel Olvera”, y es resguardada en la Universidad de Texas en Austin. Me remito a un detalle específico, dentro de un texto más rico, que merece mayor análisis que el que puedo hacer en estas líneas. Entre los distintos alegatos de abusos y perjuicios por parte del encomendero del pueblo en contra de sus habitantes, retratadas en ese documento, se presentan evidencias, en este litigio legal, de cuentas pagadas en exceso, y abusos sufridos relacionados con la ganadería.
La imagen específica que me interesa resaltar tiene como personaje principal una mujer vestida con un huipil de flores, sufriendo violencia física. Un encomendero mira con gesto grave y de autoridad a la distancia, mientras su capataz, seguramente una persona esclavizada de origen africano, agarra a la mujer de los pelos. Ella llora. El conflicto tiene que ver con 100 ovejas, mostradas en la contabilidad precisa de la derecha (cada bandera representa el numeral 20), mostradas también en su corral, atrás de la mujer sufriendo el abuso físico. El texto nos dice que debido a que la mujer del alcalde indígena defendió sus ovejas, el corregidor mandó “a un negro llamado Domingo que la aporrease, el cual dicho negro tomó de los cabellos a la dicha india y la arrastró y echó en el lodo.”
En la pintura, la mano en alto del capataz sugiere que está a punto de golpearla. El encomendero español tiene enfrente una vara de mando, que le da la autoridad para delegar este castigo. La pintura nos ha sido legada hasta el presente, porque los pueblos originarios no sufrieron pasivamente su victimización, sino que resistieron por diversos medios, incluyendo usando el sistema legal de los conquistadores. Con resistencia, ejerciendo agencia propia, los descendientes de los pueblos originarios sobrevivieron. Y no dejaron de ser indígenas.
Pasarían varios siglos hasta que se recuperara la población de esta región, con un auge agrícola, a finales del siglo XIX, en torno a la explotación del maguey para el consumo de pulque en la Ciudad de México. Según el censo de 1900, de 7,030 habitantes en todo el municipio de Mizquiahuala (que incluía a Tepatepec en ese censo), 2,705 hablaban otomí. Hay que recordar que en ese Censo se instruía a los encuestadores que bastaba con que alguien hablara cualquier indicio de castellano para que se les contara como hispanoparlantes. En realidad, ese número implica que más de una tercera parte de la población era monolingüe en lengua indígena, y seguramente había un gran número de bilingües que hablaban español y hñähñu. Poco menos de una quinta parte de los adultos sabía leer y escribir, o sea que más del 80 por ciento de la población era analfabeta.
El Censo de 1930 fue probablemente la enumeración de la población más cuidadosa y precisa hecha desde que se iniciaron estos instrumentos de medición demográfica y social, y mostró que en el municipio nuevamente creado, Francisco I. Madero (Tepatepec) el idioma predominante seguía siendo el otomí, pero en forma bilingüe, es decir quienes hablaban la lengua también hablaban castellano. Para 1940, avanzando el típico proceso de reemplazo lingüístico que continua hasta nuestros días, ya la mayoría de los habitantes hablaban sólo español, sin reportar manejo de una lengua indígena.
En el censo de población de 1960, el 11.2 por ciento de los 10,540 mil habitantes mayores de 5 años en el municipio declararon hablar el idioma otomí, aunque el número de monolingües era prácticamente nulo, salvo 67 personas eran todos bilingües, teniendo en su capital humano el uso del español. Era un municipio sin duda pobre, donde 54 por ciento de los mayores de 6 años no sabían leer ni escribir. De las 2121 viviendas que había en el municipio, alrededor de una décima parte tenían cuarto de baño, drenaje, o agua entubada dentro de la vivienda. Se cocinaba con leña o carbón y sólo 343 hogares contaban con radio (había 24 hogares con televisión, posiblemente siendo el de ella uno de esos). Poco más de un tercio de los pobladores nunca comían pan de trigo, ni tenían acceso a leche, carne, pescado y huevos en su dieta cotidiana, y menos de la mitad calzaban zapatos. Mizquiahuala tenía un perfil muy similar en sus indicadores de desarrollo social.
Según el último censo, de 2020, lingüísticamente la población hñähñu de Tepatepec ha prácticamente desaparecido. Sin embargo, una tercera parte de los habitantes de la localidad declaran que, por su cultura y sus tradiciones, se consideran indígenas. Es decir, por un criterio de auto-adscripción, que es el que usa la Senadora Xóchitl Gálvez para identificarse como indígena, la cultura de su pueblo de origen nunca desapareció. No obstante las poderosas fuerzas modernizadoras, los estigmas, los prejuicios y la discriminación racial que provocan la pérdida de diversidad de las lenguas originarias.
Tepatepec tuvo la fortuna de ofrecer oportunidades educativas únicas para sus residentes, al tener un internado para maestros. La Escuela Normal Rural Luis Villareal “El Mexe” era originalmente para hombres y mujeres, pero para cuando Xóchitl Gálvez asistió a la escuela, esa escuela normal se había convertido en una institución vedada a las mujeres. En un tema que de nuevo tiene resonancia con transformaciones sociales y conflictos en otros lugares del México rural, es relevante mencionar que la normal “El Mexe” estuvo envuelta en un conflicto político y social por dos décadas, cerrándose la escuela, hasta su reciente reapertura hace un par de años y el compromiso de AMLO de mantenerla abierta.
Xóchitl Gálvez no corresponde con estereotipos que muchos mexicanos se han formado en la mente sobre la apariencia física que esperan de una empresaria indígena dedicada a la política. Supongo que el imaginario de muchos mexicanos es disonante respecto a las representaciones más populares. La Senadora no corresponde con la imagen esterotípica de una empleada doméstica, ni siquiera en la versión más benigna de los recuerdos de un niño de clase media, interpretada en Roma por Yalitzia Aparicio, por cierto, una maestra de escuela primaria descubierta en un casting en la Mixteca. Tampoco corresponde con estereotipos de las indígenas blanqueadas para la pantalla grande durante la era de oro del cine mexicano ni los ofensivos retratos burlescos de la india María. Ni siquiera la sobria dignidad de la otra candidata indígena a la Presidencia de México, María de Jesús Patricio Martínez “Marichuy”, curandera y activista de derechos humanos. Me parece claro que hay muchas formas de presentarse como líder, mujer, empresaria indígena. Incluso con una figura con quien comparte cierta afinidad ideológica neoliberal, dentro del espectro político de la izquierda y derecha, Eufrosina Cruz representa un perfil muy distinto al de la Senadora Galvez, en términos de su carrera y lucha política.
La Senadora Xóchitl se podría caracterizar como una indígena urbana. La idea de que un indígena tiene que presentarse en un modo particular es probablemente consecuencia de un siglo de ideología indigenista inculcado por el Estado mexicano, combinado con los insidiosos y arraigados prejuicios racistas de buena parte de los mexicanos. Una indígena puede tener cualquier ideología política, desarrollarse en el ámbito profesional de maneras diversas, pero sobre todo puede declarar su identidad de muchas maneras. El mito de Benito Juárez ha sido manipulado exitosamente no sólo por el gobierno actual de AMLO, sino por todos los gobiernos post-revolucionarios. Casi ningún mexicano pone en duda que un indio zapoteco pueda volverse presidente. Pero se habla muy poco de que las políticas liberales contenidas en las Leyes de Reforma del gobierno del Presidente Juárez tuvieron consecuencias desastrosas para las comunidades indígenas. Rara vez se menciona que este héroe del panteón patrio, básicamente le dio la espalda a cualquier uso o manifestación de su lengua o cultura indígena originaria (a diferencia, por ejemplo, de Sor Juana Inés de la Cruz o Emiliano Zapata siguieron usando el Náhuatl en textos escritos, aun cuando estaban en la cúspide de su fama).
Para entender el planteamiento identitario de la Senadora Gálvez, me es útil recordar una reflexión de Tommy Orange, autor de una espectacular novela sobre los indígenas nativo-americanos en Oakland. Orange explica, para el contexto estadounidense, el nombre peyorativo usado para nombrar a los “indios de banqueta”, criticados por haberse “urbanizado, superficializado, desautenticado, refugiado sin cultura”, apodados “manzanas” (referencia a la idea de alguien rojo por fuera y blanco por dentro). Orange dicta contundentemente su respuesta a esa crítica racista e ignorante: “Pero lo que somos es lo que nuestros ancestros hicieron. Cómo ellos sobrevivieron.” Y luego explica: “un indio urbano pertenece a la ciudad, porque la ciudad pertenece a la tierra” (mi traducción, p.10–11).