Sátrapas y federalismo
El federalismo mexicano de los últimos años (por lo menos 12 o quizá debería decir desde hace 3 décadas, en que inicia el proceso de descentralización) ofrece una lección fundamental sobre el ejercicio del poder: tener gobernadores con recursos fiscales, pero sin contrapesos políticos, es augurio de desastre. El quebranto de las pensiones o las finanzas públicas estatales, la incompetencia (o contubernio) de los ejecutivos estatales frente al crimen organizado, o los casos de franca criminalidad y fuga de la justicia no son sino síntomas de un problema más fundamental: a saber, que los gobernadores se convirtieron, en estos años de federalismo revitalizado, en los actores menos vigilados y con menor rendición de cuentas para con la ciudadanía.
La propuesta de Andrés Manuel López Obrador de crear la figura de los delegados federales tiene que ser discutida en términos de cómo ha funcionando el federalismo mexicano, democrático, pero sumamente deficiente, y en particular qué papel han jugado los ejecutivos estatales en estos años. Desde la perspectiva de los ciudadanos y el equilibrio de poderes en un sistema institucional de por si complejo, la pregunta es si la creación de un actor político adicional, agente (siempre imperfecto) del Presidente y las burocracias federales, atenta contra los valores de representación, soberanía popular, y control del abuso del poder.
Los sátrapas eran los gobernadores de las provincias persas, aunque según el Diccionario de la Lengua Española (DLE) el término ha venido a significar una “persona que gobierna despótica y arbitrariamente y que hace ostentación de su poder”. Eso suena más a un gobernador mexicano actual o de buena parte del siglo XX, que al potencial abuso que pueda hacer un futuro burócrata super-delegado o incluso las autoridades intermedias de los antiguos jefes políticos durante el Porfiriato. Los sátrapas, se suponía, eran los protectores del reino y los ojos del rey, concentrando atribuciones militares, fiscales, administrativas y de impartición de justicia. La concentración de poderes permitía que este ejecutivo provincial actuara decisivamente, sin responder a los intereses o necesidades de los pobladores de las regiones, sino a los de su Rey Darío, quien tenía un imperativo de extracción fiscal, y de mantener orden y control militar central de provincias remotas dentro de un vasto imperio. El imperio fue altamente centralizado, unificando la lengua, los sistemas fiscales y la provisión de infraestructura.
La concentración de poderes y la falta de mecanismos de vigilancia era lo que confería el carácter autoritario a ese sistema de delegación, no la existencia misma de delegados. El Rey, ante su imposibilidad de estar presente físicamente en todo el imperio, se veía obligado a ceder poder a sus agentes, pero creó un imperio territorialmente vasto. ¿Qué atributos de autoridad política tenían los sátrapas? Prácticamente todos: potestad fiscal, poderío militar, impartición de justicia, construcción de obras públicas. Al Rey en realidad le restaba sólo un instrumento de control, a saber, la posibilidad de remover al administrador conforme a su voluntad soberana. Si el sátrapa dejaba de enviar suficientes tributos al centro, o fallaba en su misión de garantizar orden público, podía ser removido.
La figura del delegado federal que se ha propuesto, aún y cuando concentre todas las atribuciones administrativas de todos los delegados que ya existen en cada Secretaría de Estado del Gobierno Federal, no será más que un burócrata más dentro de la administración federal. Las llamadas de alarma de estudiosos y comentaristas políticos son, a mi modo de ver, una exageración.
En el fondo el problema es que no se ha pensado suficientemente sobre el tema medular, que no es la concentración del poder en manos del Presidente, sino entender de dónde proviene la autoridad y el poder político en el sistema federal hoy existente. Sospecho que la mayoría de los estudiosos mexicanos tenemos todavía demasiado presente el recuerdo del Presidencialismo autoritario, y con ese modelo en la cabeza, se ha pretendido extender una lógica de poder vieja, para entender cómo podrá gobernar un próximo gobierno federal con una amplia mayoría electoral, presumiblemente conduciendo un proceso de re-centralización y sometimiento de los estados.
Esta visión olvida que el mecanismo por medio del cual el Presidencialismo mexicano operaba estaba íntimamente relacionado con el sistema de partido hegemónico, el control férreo de las nominaciones y las carreras políticas, la prohibición de la reelección, la asignación de recursos financieros en forma discrecional desde el centro y la falta de contrapesos judiciales, legislativos, en los medios de comunicación, las organizaciones sindicales o patronales, y sobre todo, por parte de la propia ciudadanía mediante la movilización popular, las organizaciones de la sociedad civil, y en última instancia, la amenaza del castigo en las urnas.
Para entender como funciona el federalismo mexicano se tiene que empezar por el hecho más fundamental, que poco tiene que ver con el Presidente. Todo sistema de gobierno depende de la manera como se recaudan y se reparten los recursos fiscales. Es importante entender que la recaudación no es una “causa” en el sentido estricto de proveer una explicación, pues en realidad el sistema fiscal es endógeno a un equilibrio político-económico, construido históricamente. Pero el punto es que sin entender de dónde viene el dinero, y quién lo gasta, es imposible entender el federalismo, el poder de los gobernadores y las tentaciones autoritarias que pueden acompañar al sistema de incentivos políticos que hemos generado.
El hecho más fundamental del sistema federal mexicano es que virtualmente todos los recursos fiscales son recaudados por el gobierno federal. Los estados recaudan prácticamente nada, y los municipios apenas migajas de sus impuestos prediales. Este no es el lugar para explicar de dónde surgió este sistema fiscal altamente centralizado, rara vez visto en sistemas federales. Pero lo que esto significa es que el rasgo más distintivo del sistema federal mexicano es que las transferencias a los estados y municipios (participaciones y aportaciones del presupuesto federal) son las fuentes de financiamiento de prácticamente todo el gasto sub-nacional.
La evolución de los recursos disponibles para todos los integrantes de la federación se puede resumir, entonces, con una gráfica que muestra los ingresos del gobierno federal, medidos como carga fiscal (o sea, cuánto representan como porcentaje del Producto Interno Bruto, PIB), a lo largo del tiempo. Esto es obviamente una simplificación, pero muy ilustrativa sobre lo que ha sucedido en los últimos 30 años con los recursos con que pueden contar los gobiernos (federal, estatales y municipales) para financiar sus actividades. El federalismo funcionará de acuerdo a cómo y cuánto de este dinero se va a los estados y municipios y cómo se reparten esos recursos entre ellos.
Separando los ingresos petroleros de los no petroleros, se puede apreciar que con excepción de los últimos años, la carga fiscal del país se encuentra estancada en menos de 15 puntos del PIB. Esa carga fiscal es más parecida a la de Benin o Honduras, que a la de Argentina o Brazil (donde sería de más del doble). Incluso Estados Unidos, con su característico gobierno más pequeño que los países europeos, tiene una carga fiscal mucho mayor. Como muchos saben, y se ve claramente en la gráfica, el margen de maniobra fiscal de país ha provenido fundamentalmente de la evolución de los ingresos petroleros, que han respondido a factores supuestamente fuera del control del gobierno — las tendencias de los precios internacionales, y el agotamiento de los yacimientos (aunque si se piensa bien, el hedging del precio internacional y la falta de inversión en exploración revela que aún esos factores exógenos pueden ser mitigados en alguna medida por las acciones del gobierno).
En este contexto, ¿cómo se repartieron los recursos y en particular, con qué fondos contaban los gobernadores? Esto se puede apreciar en la siguiente gráfica, que muestra la evolución, también como carga fiscal (porcentaje del PIB), de los recursos que fueron a los estados y municipios. Como se puede apreciar, lo que se conoce como las participaciones, que son los recursos que reciben los estados y municipios de forma no condicionada, simplemente por ser miembros del pacto fiscal, han venido aumentando de forma constante por décadas. Aún y con la caída de los precios del petróleo, estos recursos siguen aumentando. Las aportaciones federales, que están condicionadas a usos específicos en ámbitos como la educación, la salud o la seguridad pública, entre otros, aumentan de manera dramática con el proceso de democratización, y se mantienen (salvo su caída de los último años) consistentemente en un nivel que de hecho rebasa lo que se obtiene de participaciones.
Entonces la historia es muy simple. Los gobiernos de los estados (y en cierta medida los municipios) han gozado de una bonanza fiscal espectacular. No sólo tienen más participaciones federales que hace 25 años (y casi siempre un aumento neto de los fondos por ese concepto cada año), sino también recursos via las aportaciones que, si bien están etiquetados y reglamentados para su uso por el gobierno federal, son con frecuencia utilizados de manera discrecional y poco transparente por los gobiernos estatales. La mayor parte de los recursos de los ramos 28 y 33 en el presupuesto federal se reparten mediante fórmulas matemáticas que dejan poca discreción al Presidente sobre quién recibe más o menos fondos.
Los delegados federales presumiblemente tendrán autoridad sobre la asignación de recursos a proyectos específicos y la priorización de iniciativas federales que puedan ser financiadas mediante aportaciones. Pero no podrán controlar las participaciones federales, ni tampoco podrán asignar entre los estados mayores o menores recursos según favores o prebendas. La autoridad de los delegados no provendrá de cobrar impuestos, pues esto lo hace la burocracia central de la Secretaría de Hacienda. Y hay que recordar que nuestro sistema de federalismo fiscal esta, a diferencia por ejemplo de Argentina, altamente regulado. Cualquier cambio al sistema de coordinación fiscal, sus fórmulas de asignación o los mecanismos de reparto, dependería de las fracciones estatales (es decir, no simplemente de las mayorías legislativas partidistas, sino de los intereses defendidos por los diputados como representantes de sus entidades) dentro de la Cámara de Diputados.
Regresando entonces a los sátrapas. La pregunta que debemos hacernos no es si los delegados federales pueden permitir que Andres Manuel López Obrador se vuelva un Dario autoritario, sino si podemos crear un buen mecanismo para controlar a los gobernadores. Los Congresos locales parecen tener poca capacidad para poner contrapesos. Los poderes judiciales estatales o la propia Suprema Corte de la Nación no parecen estar dispuestos a ejercer activismo judicial para controlar a los Ejecutivos estatales. Y los mecanismos administrativos de control del gasto federal no parecen ser eficaces para evitar que los gobernadores realicen proyectos faraónicos o elefantes blancos, asignen recursos públicos de manera clientelar, o simplemente se roben el erario. No estoy seguro que los delegados federales serán un contrapeso a los gobernadores, y tampoco me parece que sean una solución al pecado original de la manera como se estructura hoy en día nuestro pacto federal. Pero de lo que si estoy seguro es que la discusión sobre despotismo, arbitrariedad y ostentación del poder debe girar en torno a los gobernadores.
SOBRE LA CORRUPCIÓN. Una nota adicional respecto al tema de la corrupción. Estudios comparativos han mostrado que los sistemas de gobierno organizados con instituciones federales muestran un grado de corrupción más alto que países con similares niveles de desarrollo, pero organizados unitariamente. Los estudiosos en realidad no entendemos del todo esa correlación, pues nuestros aparatos teóricos no necesariamente implican que el control de la corrupción sea más difícil en los sistemas federales. Existen argumentos por los cuales gobiernos más descentralizados podrían multiplicar las oportunidades para los agentes corruptos, pero también hay razones por las cuales los mecanismos de control del poder público pueden ofrecer mayor capacidad de vigilancia y rendición de cuentas para los ciudadanos en sistemas descentralizados. De lo que quizá no cabe duda es que en los sistemas federales existen ciertos mecanismos que permiten oscurecer, desde la perspectiva de la rendición de cuentas, quién es responsable de qué. Los esfuerzos de fiscalización, auditoría y castigo a la corrupción en el país están todavía en pañales, y no resulta claro qué nivel de gobierno va a marcar la pauta de como mejor controlar la terrible impunidad y el oportunismo que ha caracterizado el ejercicio del poder de nuestros servidores públicos en todos los niveles de gobierno y de todos los partidos políticos durante los últimos años.