Inicio de año en una tierra extraña

Alberto Diaz-Cayeros
5 min readJan 15, 2024

Inicio éste año escribiendo unas líneas desde un lugar en el pueblo de Palo Alto que siempre ha tenido un lugar especial en mi vivencia y la de mi familia en estos rumbos, el Café Coupa, un pequeño rincón de latinoamérica en el Valle del Silicón. Es un café venezolano, que cualquier estudiante de Stanford conoce por sus múltiples establecimientos por todo el campus universitario, pero que originalmente inició en su primer local en la calle de Ramona, que se caracteriza por una arquitectura propia, un imaginario llamado estilo “renacimiento español”, que en realidad es una visión romántica del pasado colonial de California, inspirado por las misiones californianas. El estuco, techos con tejas de barro, ventilas en los áticos, y arcos en puertas y ventanas se pueden ver por toda esta calle.

Es el mismo estilo arquitectónico de nuestra casa, pues los edificios fueron construidos por el mismo arquitecto, Birge Clark, quien también diseñó la oficina de correos del pueblo y 136 hogares adicionales en la zona, incluyendo la casa del ex-presidente Hoover. Hubo una controversia a nivel local en esos años, sobre si un estilo “español”, que no era aceptado por muchos residentes, era apropiado para la dignidad de ese edificio. A mi lo que más me llama la atención, en realidad, es la reticencia todavía presente hoy en día, de no pensar ese estilo más bien como una forma arquitectónica mexicana. Las misiones de California en mi mente no son españolas, sino una forma de construcción, si bien impuesta por frailes europeos, característica de las Américas, más que de España.

Casa diseñada por Birge Clark en el campus de Stanford. Originalmente conocida como uno de los “Hoover cottages”, mandados edificar por la esposa del rector Hoover, como hogares de menor costo para que los profesores asistentes pudieran costear vivir en el campus

Estas cosas me resaltan quizá por haber pasado los últimos meses en Madrid, y sorprenderme de alguna manera de aspectos de la vida californiana a los que me había acostumbrado. Caminar por los pueblos y ciudades de España me ha permitido entender mejor cómo muchos aspectos de nuestras ciudades latinoamericanas son más o menos parecidas a como yo crecí en Ciudad de México. Entendí el orígen de las comidas en México, este largo ritual de varias horas. Pude apreciar el legado estético de los Habsburgo en la arquitectura de nuestras ciudades y cuán diferente fue la visión imperial de los Borbones. Entendí que los españoles desconocen e ignoran su pasado colonial, en buena medida porque no forma parte de su cotidianeidad. Fuera del impacto en la comida (con las papas, el tomate y algunos otros ingredientes), y la enorme riqueza que se generó para los nobles en sus palacios y los religiosos en sus iglesias, hay poco que permita a un español remitirse a las Américas.

Pero hay algo en la cultura de todos los días que me parece muy afín entre América y España. Madrid es una típica urbe, un espacio anónimo, donde las personas van y vienen en su cotidianeidad, sin conocerse. Pero hay una cercanía inmediata que se experimenta en cualquier negocio, bar o restaurante.

Esta cercanía posiblemente viene de dos fuentes: una es que la gran mayoría de las personas que están en un espacio público, comiendo o bebiendo, están ahí conversando. Nadie está mirando su teléfono, y a nadie se le ocurriría sacar su laptop (¡el ordenador!) y ponerse a trabajar en ese espacio. Una vez en París tuve la osadía de sacar mi ipad en un café cercano a la Biblioteca Nacional, y el mesero amablemente se me acercó para decirme que en su café no estaba permitido trabajar en aparatos electrónicos. Mire a mi alrededor, y había mesas con personas solas leyendo y escribiendo, y por supuesto muchas mesas de grupos y parejas conversando. Guardé mi ipad, y me dediqué a disfrutar de mi café y mirar a la gente pasando en la plaza.

Los estadounidenses, o por lo menos los que viven en el espacio que conozco en California, no tienen tiempo para esto. Esta quizá es la segunda razón por la que creo hay mayor cercanía. Las personas que entran a un café o una tienda en Madrid, no obstante el ajetreo de la vida para cualquier persona que habita en una ciudad, tienen una actitud distinta respecto a su tiempo. Pueden detenerse a saludar, a comentar sobre la calidad del pan o de la fruta que están comprando, el partido de fútbol, o cualquier otra cosa.

Caminando por el Madrid de los Borbones

Leí hace muchos años una entrevista con el fundador de Starbucks que desde el principio en esa empresa se diseñó el espaciamiento de las mesas con la intención expresa de que los clientes “sintieran” como si estaban con otros, como en un café europeo, pero que tuvieran suficiente distancia para que nadie los molestara o interactuara con ellos. El espacio personal tan preciado por los americanos. Los españoles son directos, se expresan muchas veces bruscamente — o por lo menos así parece para alguien acostumbrado a los circunloquios mexicanos para decir las cosas -, o hasta con cierto dejo de torpeza, pues no se preocupan mucho por ser políticamente correctos. Se abrazan, besan y tocan, incluso cuando apenas se han conocido. Y hablan, hablan, hablan sin parar. Los latinoamericanos somos parecidos.

Por supuesto que estos son estereotipos. Pero desde que llegué a Stanford hace una semana, veo con cierta extrañeza y lejanía la manera como interactúan las personas, la renuencia a levantar la mirada cuando se cruza alguien en la acera de la calle, menos aún un buenos días o alguna expresión de conexión humana. Me siento un poco en un desierto humano. Tengo por supuesto mi casa, mi pareja, mi familia. Y puedo ir a dar mis clases, interactuar con colegas y estudiantes en la universidad. Pero no es lo mismo. Extraño esa conexión con los desconocidos.

Aunque debo corregirme: este lugar no es un desierto de dunas sin vida. Más bien hay que reconocer que las conexiones humanas toman muchas formas específicas a culturas y subculturas. Cuando uno va a caminar o correr a los bosques o las playas que rodean nuestras casas, se cruza con personas que sonríen y saludan siempre, hermanados por la conexión de pasar unas horas en la naturaleza tan hermosa que nos rodea. Y en muchos espacios académicos hay una camaradería especial, de colegas, estudiantes y amigues con las que hemos compartido tantos años de aprendizaje, discusión, preguntarse sobre el mundo que nos rodea.

La universidad siempre está en proceso de renovación, con los profesores y profesoras jóvenes y les estudiantes que se van integrando a nuestra comunidad, siempre con ideas nuevas y poco convencionales y con la energía para imprimir un sello propio. Es un lugar lleno de vida. Igual que el desierto de Baja California Sur en el que estuve en los primeros días del año. No obstante la falta de agua, el panorama es verde, lleno de cactus, organos, agaves, mesquites y muchas otras plantas. El desierto es como un bosque lleno de vida, pero esto solo se aprecia cuando se recorre de cerca. Hay que mirar más de cerca para poder ver la vida que nos rodea, aún en lugares áridos.

Vista del desierto cerca de Punta Lobos en Todos Santos, Baja California Sur

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Alberto Diaz-Cayeros

Mexicano orgulloso, migrante renuente. Economista ITAM y Politólogo Duke. Senior Fellow en CDDRL y Director Centro Estudios Latinoamericanos Stanford University