Está del cocol
Con ésta expresión, los mexicanos recordamos, sin saberlo, las epidemias del huey cocoliztli. Esta frase por demás coloquial y poco dramática refleja un pasado que en realidad no es muy remoto — tan sólo unas 15 generaciones (si las medimos en 30 años cada una). El Diccionario de la Real Academia Española indica que “estar del cocol” significa en México “irle muy mal”. Etimológicamente podría argumentarse que la frase se refiere a una pieza de pan dulce, el cocol, que conjunta la tradición prehispanica con la influencia europea del trigo, un “pan retorcido” (encuentro esa referencia etimologica en una búsqueda muy superficial en Google). Pero en el Gran Diccionario Náhuatl — aunque aparece una definición del cocolli como un pan (Durán, 1576) — prácticamente todas las acepciones del término apuntan a un profundo malestar: “enojo”, “mal humor”, “furia”, “carga”, “obligación”; o en el Diccionario de Molina (1571), quiza la fuente con mayor autoridad, “rencor o ira envejecida”.
La referencia del “cocol” tiene que ser a la más “grande enfermedad”, el Huey Cocoliztli. Se sabe que nuestros antepasados sufrieron quizá la serie de epidemias más devastadoras de la historia de la humanidad. Se supone que la devastación fue producto de falta de inmunidad frente a agentes patógenos introducidos por los europeos al Nuevo Mundo, lo que se conoce como la hipótesis del “suelo vírgen”. Sin embargo, el Huey Cocoliztli no era una enfermedad de orígen europeo. Se trataba de una fiebre hemorrágica recurrente, que ya existía en las Américas desde antes del contacto.
En éstos años aciagos del COVID19, se han discutido muchas epidemias históricas. La gran peste en Atenas, descrita por Tucídides en 430 a.c. La peste llamada de Justiniano, que se piensa dió pie a la caída del Imperio Romano. La influenza, mal llamada Gripe Española de 1918, que en realidad se originó en Estados Unidos, y que costó la vida probablemente al 3 o 4 por ciento de los mexicanos — más muertos que el conflicto armado de esa guerra civil que llamamos la Revolución Mexicana. En casi todos los trabajos que tocan la historia de las epidemias se dedica un lugar preponderante a lo que se conoce como la Muerte Negra la gran pestilencia que azotó Europa hacia el final de la Edad Media.
La bacteria yersenia pestis asoló las ciudades europeas, a partir de 1347, suscitando profundos cambios sociales en Europa para los sobrevivientes de esa epidemia. La extraordinaria mortalidad luego de la peste en Europa significó seguramente una reducción de la mano de obra, un cambio en la relación entre siervos y amos. Se ha argumentado que esto dio paso al trabajo libre asalariado y la era capitalista moderna en Europa Occidental. Dicho resultado relativamente benigno (para los supervivientes) no era, sin embargo, un desenlace inevitable: desde Europa Central hasta el vasto Imperio Ruso, la restricción de la mano de obra resultó en lo que se conoce como la segunda servidumbre, que todavía subsistía restringiendo el movimiento libre de las personas y la explotación rapaz de la mano de obra campesina por los aristócratas de ésa otra parte del Occidente, justo antes de la Revolución Rusa. Distintas sociedades han tenido diferentes respuestas al legado de las epidemias.
Vale la pena resaltar que se trata de una hipótesis eminentemente política: mientras que en Europa occidental las ciudades iban siendo cada vez más autónomas y la aristocracia iba perdiendo poder frente a la burguesía, en la otra Europa las ciudades eran débiles frente al poder concentrado de los nobles. La trayectoria divergente en las consecuencias sociales de una misma epidemia se explica por diferencias políticas entre regiones de Europa. La peste volvió con furia al mundo en 1894, principalmente a China e India, pero ya no a Europa. Esto se debe, en gran medida, a que las ciudades europeas aprendieron a dar respuesta a los procesos epidémicos con políticas sanitarias.
El Huey Cocoliztli no ha ocupado el lugar preponderante que le debería corresponder en la explicación de qué pasó durante la primera etapa de la era colonial. Nos falta discutir y pensar sobre la experiencia pandémica de los pueblos indígenas, sus condicionantes políticas, sociales y económicas y las consecuencias y legados históricos de largo plazo, en forma análoga a las discusiones sobre el impacto de la peste en Europa. Los supervivientes de los pueblos y naciones originarios, los que ocupaban los territorios de lo que hoy es México (la Nueva España, Nueva Galicia y Guatemala), no fueron simples víctimas de un “Acto de Dios”, faltándoles inmunidad frente a las viruelas o las paperas traídas involuntariamente por los europeos. El cocoliztli, siendo una enfermedad ya existente en las Américas, permite entender que acciones e inacciones específicas, tomadas por los gobernantes, fueron las que crearon los espacios más o menos limitados de autonomía para que las comunidades afectadas pudieran responder a la enfermedad.
Los registros que sobreviven sobre las epidemias de la era colonial de México son menos abundantes que los que se tienen para la peste europea. La perspectiva de las víctimas está bastante ausente en esas fuentes coloniales. Esto se debe, en buena medida, a las condiciones políticas bajo las cuales ocurrió la “gran mortandad de indios”, como la llama el autor indígena de lo que se conoce como el Códice Telleriano Remensis, un fascinante manuscrito conservado en la Biblioteca Nacional de Francia. Tenemos, no obstante, cada vez una noción más clara de que las consecuencias demográficas y sociales de esas epidemias no eran inevitables.
En un estudio reciente, en colaboración con Juan Espinosa Balbuena y Saumitra Jha, hemos realizado una reconstrucción demográfica del siglo XVI, a un nivel de desagregación en unidades políticas autónomas al momento del contacto con los europeos. En nuestro estudio mostramos que el impacto demográfico de las epidemias del siglo XVI en México dependió de las actividades productivas preexistentes en las comunidades indígenas. Aquellas con mayor autonomía para resistir la expropiación de su trabajo y que lograron insertarse en redes de comercio que donde sus habilidades y capital humano eran apreciados, lograron tener una mayor resiliencia.
Las comunidades que producían grana cochinilla, por ejemplo, lograron una mayor supervivencia, y conservaron la integridad de sus asentamientos humanos como unidades políticas (altépetl a pueblo de indios), en comparación con comunidades que producían plumas de quetzal o cacao. En el segundo tipo de comunidades indígenas, donde los invasores europeos extraían con violencia el valor del trabajo y simplemente no valoraban los valiosos productos manufacturados, con frecuencia las unidades políticas desaparecieron por completo. Esto es particularmente claro en el despoblamiento de vastas zonas de la costa del Pacífico, o en los lugares donde la rapacidad genocida de conquistadores de la calaña de Nuño de Guzmán con sus redadas esclavistas básicamente acabaron con la población originaria de la Huasteca.
Es cierto que las enfermedades epidémicas diezmaron a la población indígena (y a veces a los negros, tanto esclavos como libres) durante buena parte del siglo XVI y el resto de la era colonial. La enfermedad no tuvo un impacto equivalente entre las elites blancas de los conquistadores. En ese proceso epidémico una vigorosa elite política e intelectual indígena fue destruida, cortando de tajo proyectos de autonomía local, que dieron paso a un sistema colonial de súbditos. Los frailes no tienen recato en mencionar la magnitud descomunal de lo que estaba sucediendo frente a sus ojos. Fray Juan de Torquemada reportó que en la epidemia de huey cocoliztli de 1576 probablemente murieron dos millones de indios. Ese número proviene de censos que fueron levantados por el virrey immediatamente despues de dicha epidemia. En 1545, en la otra gran epidemia de huey cocoliztli, Torquemada reporta ochocientos mil muertos en el centro de México. Fray Bernardino de Sahagun dice que él, personalmente, enterró a diez mil personas en Tlatelolco ese año, antes de también caer enfermo.
Pero en la burocracia colonial de la Nueva España la tragedia del cocoliztli apenas ameritaba unas cuantas menciones. En las Actas del Cabildo de la Ciudad de México de 1576 se registran páginas de vigorosas discusiones en esos meses sobre un impuesto al vino (la sisa) — y ninguna mención de la epidemia. En las cartas del quinto Virrey de la Nueva España, Enrique Martinez de Almanza, se menciona la “peste” o “pestilencia” solo en unas cuantas ocasiones, entre muchas cartas, insertado como un item más, entre docenas de otros asuntos. La preocupación por la mortalidad reportada a la metrópoli en esos documentos está relacionada con el trabajo faltante en las minas. Una tragedia humana está ocurriendo frente a los ojos de frailes, encomenderos y administradores españoles. Pero en los documentos que sobreviven, lo que llama la atención es la patente indiferencia, si no es que desprecio, por la vida humana de los indios.
¿Cómo entendían y percibían los pueblos originarios las epidemias que sufrían? Es difícil imaginarlo, pues mucho de lo que nos ha sido legado en términos de crónicas o relatos que vienen de frailes y algunos burócratas. Estos informantes, los religiosos sobre todo, tenían un sesgo gigantesco al interpretar la calamidad desde una visión del mundo marcada por la teología cristiana que venían a imponer sobre las sociedades indígenas. No obstante esta dificultad prácticamente insalvable, en el Códice Florentino los estudiosos y eruditos indígenas coordinados por Fray Bernardino de Sahagún escribieron en el Libro III sobre el origen de la enfermedad, ligándola con el dios Titlacauan, que «era invisible y como oscuridad y aire». Ese dios es mejor conocido como Tezcatlipoca, el espejo humeante, pero recibía según el Códice Florentino, también los nombres de Moyocayatzin, Yaotzin, Necoc Yaotl, Yoalli Ehecatl, Teyocoyani, Teimatini, Monenequi y Moqequeloa. Titlacauan era «creador del cielo y de la tierra y era todopoderoso» pues «daba a los vivos pobreza y miseria, y enfermedades incurables y contagiosas de lepra y bubas, y gota y sarna y hidropesia, las cuales enfermedades daba cuando estaba enojado».
En ese libro III del Códice Florentino se recuenta el origen de Huichilopoztli, y en la parte más importante, según Angel María Garibay, lo que probablemente es la prosificación de un poema épico, se dedica a contar la historia de Quetzalcóatl entre los Toltecas. La mención de Titlacauan y las invocaciones de los enfermos podrían interpretarse como algo subordinado a la historia de Quetzalcóatl, que es engañado por este «embustero» para abandonar Tula para Tlacpallan. Pero otra interpretación es leer este libro colocando a Titlacauan al centro de la narrativa, por ser el principal personaje. De los 14 capítulos, desde el capítulo 4 hasta el 11 el texto esta dedicado precisamente a explicar como este «nigromántico» acaba con la fortuna de los de Tula, provocando muerte y desolación.
Los primeros seis capítulos del libro VI del Códice Florentino están dedicados también a describir las oraciones a Tezcatlipoca. La primera oración es para contener la pestilencia, la segunda para socorro contra la pobreza, la tercera para la guerra, la cuarta para pedir el favor para un Señor recién electo, la quinta en la muerte del mismo, la sexta nos dice Sahagún era la “oración o maldición del mayor sátrapa contra el Señor” en que se usaba un extremado lenguaje para pedir que se le quitara el Señorío, por muerte o otra via, a un gobernante que no hiciera bien su oficio (la hambruna no le toca a Tezcatlipoca, sino que está conectada con la sequía, en la oración a Tlaloc, del Libro VI capítulo 8 y en el libro VII capítulo 9
Se ha señalado que el médico novohispano Francisco Hernandez, fue el primero en describir el cuadro clínico del huey cocoliztli, presenciando la epidemia de primera mano en 1576. Pero hay un recuento más inmediato y visualmente dramático, que viene de los recuentos escritos o pintados por los intelectuales indígenas contemporáneos que vivieron la catástrofe. Al igual que el Códice Florentino, que se estaba vertiendo a su versión final en los momentos más álgidos de la pestilencia, el Códice Aubin, en su primera página, dice haber sido terminado en Septiembre de 1576. Seguramente se agregaron varias paginas después. Pero de alguna manera es indicativo que la crónica acaba formalmente en ese año de grandes calamidades.
El texto del autor del Códice Aubin es relativamente escueto. Los Tlacuilos guardaban una memoria oral, y las anotaciones en castellano en el texto eran quizá más para beneficio de los lectores europeos que de los propios indígenas. Dice esa página, en la traducción de Sandra Dibble:
Salieron los guardianes que habían sido presos por un tomín: habían de pagar en el palacio 5 tomines de tributo hoy sábado 18 de agosto. Y también en agosto se extendió la enfermedad. De las narices nos salió la sangre. Solamente en nuestras casas nos confesaron los sacerdotes y nos facilitaron comida. Y los doctores nos sanaron. Y fue cuando se callaron las campanas, ya no sonaron para los entierros, como si estuviéramos abandonados en la iglesia. Domingo 16 de septiembre, hubo una procesión en Santa Lucía, a causa de la enfermedad. Y el lunes me curaron la ingle. Pero el Jueves Santo ya no hubo procesión: así hubo descanso. El que hiciera procesión, pagará cinco pesos; solamente habrá oración. Así se hizo.
El año siguiente, el relator tiene presente que la desgracia continúa. Menciona presagios de grandes males, como un águila que se posa en al capilla de San José, y un cometa (echó humo la estrella, popuca citlallin). Ese año también se nos informa que se hizo un censo, seguramente del cálculo del Virrey Enriquez, cifra retomada por Torquemada. Para 1579 las secuelas de la epidemia continúan, mencionándose que “fue cuando hubo mucha hambre” y “el Virrey y los alcaldes tomaron cargo de la venta del maíz”. La regulación del precio del grano aparece en varias ocasiones en las cartas del Virrey, que pretende controlar a los “recatones”, especuladores de granos que obtenían grandes ganancias en esos momentos de carestía. Pero aunque claramente hay una situación de desabasto y seguramente hambruna, el Virrey no hace mayor mención al dolor o sufrimiento humano entre los indígenas.
Durante la era colonial, la vida de un indígena nunca contó lo mismo que la vida de un español. Frente a una epidemia como el cocoliztli, que afectaba sobre todo a las comunidades indígenas, es concebible que se podrían have dado respuestas de salud pública, que para entonces ya se entendían y se practicaban en muchas ciudades de Europa. Soluciones de política pública, como lazaretos, hospitales, cordones sanitarios, y confinamiento de hogares contagiados, además de la provisión de alimento y apoyos monetarios para los infectados, ya se practicaban de manera generalizada en las ciudades italianas, pero no en los imperios. El imperio más poderoso de Europa en ese siglo, España, no contaba con estructuras de representación o rendición de cuentas que obligaran a su soberano a proteger a sus súbditos, incluyendo a los indios de América, de la enfermedad. De hecho, España sufrió devastadoras olas de peste en Sevilla, Madrid, y otras ciudades durante buena parte del siglo XVI. A pesar de que el conocimiento de salud pública ya existían entre los médicos españoles sobre cómo prevenir el contagio y reducir el impacto de mortalidad de las peste, las condiciones políticas no existían para que el gobierno buscara proteger a las personas.
La probabilidad de enfermar, de sanar, o de morir durante una epidemia depende de condiciones pre-existentes de co-morbilidad íntimamente relacionadas con el status económico individual. Pero en un sentido quizá más profundo, las respuestas de política pública y gobernanza parecen estar determinadas en buena medida por la capacidad colectiva de los sistemas políticos para hacer que todas las vidas cuenten lo mismo. Si en el cálculo político algunas vidas no valen lo mismo que otras, la respuesta pública temprana por permitir que haya un exceso de mortalidad. En el caso más extremo eso es lo que sucedió en el siglo XVI en México. Los impactos de la viruela, el sarampión, el tifo, y sobre todo el huey cocoliztli, fueron profundamente desiguales. Tenemos mucho por entender sobre las dinámicas sociales, económicas y políticas que acompañaron a esas grandes epidemias históricas en México, y terminaron conformando la sociedad colonial de los supervivientes. A mi modo de ver, la historia de esas, nuestras pandemias en México, arrojaría más luz sobre la actual pandemia que cualquier discusión de epidemias históricas mejor conocidas en Europa o el resto del mundo.
Algunas recomendaciones de lectura
Recomiendo empezar con la lectura de Pandemonics de Diego Castañeda como un buen punto de arranque sobre la historia comparada de las pandemias, muy accesible y ameno. Asimismo, vale la pena leer, aunque no estoy de acuerdo con muchas de sus aseveraciones, a Walter Scheidel, The Great Leveler. Los libros del gran historiador del orígen de la salud pública en las Repúblicas italianas fue Carlo Cipolla, aunque no estoy seguro que haya traducción de su fascinante Cristofano e la Peste. Y por supuesto, vale la pena releer siempre el clásico Plagas y Pueblos de William O’Neill. Otro libro reciente es Plagues Upon de Earth the Kyle Harper, que es algo así como una actualización del clásico de O’Neill. Un estupendo recuento de los procesos de contención de salud pública contra la peste, con una bibliografía muy relevante, se puede encontrar en el breviario reciente de Paul Slack, Plague: A Very Short Introduction. Con la excepción del libro de Harper, que dedica un capítulo al Nuevo Mundo, me sorprende que poco se incluye en estos textos sobre las epidemias en las Américas. Sobre México existen algunos trabajos fundamentales como la compilación de Elsa Malvido y Enrique Florescano y el trabajo fundamental de Rodolfo Acuña Soto y sus colaboradores sobre el cocoliztli. Pero no tenemos una monografía académica que ofrezca una visión panorámica completa (lo más parecido que conozco es una síntesis histórica, para una público general, escrita por José Iturriaga). Emily Sellars y Francisco Garfias han producido, sin embargo, un estudio brillante sobre la manipulación realizada por los Alcaldes Mayores durante las epidemias del siglo XVIII en la Nueva España, sarampión, paperas y especialmente el matlazáhuatl (probablemente tifo epidémico) de 1736. Su análisis muestra con claridad que los oficiales de la colonia no tenían mayor prurito en aprovechar las carestías de granos y utilizar el acceso privilegiado a las alhóndigas de las ciudades españolas para monopolizar la distribución de alimentos y obtener rentas extraordinarias. Sobre la muerte por influenza, el estudio más contundente me parece sigue siendo el trabajo de los millones faltantes de Robert McCaa).