Conflictos distributivos, señales y los grandes proyectos de inversión

Alberto Diaz-Cayeros
12 min readJul 13, 2019

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La cancelación del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (NAIM) ha sido un tema recurrente en el debate público nacional. Lo mismo sucede con el megaproyecto de la presente administración, la Refinería Dos Bocas. Independientemente de la posición a favor o en contra de la refinería o el aeropuerto alternativo en Santa Lucía, tengo la impresión que falta mucho entendimiento sobre la lógica de economía política detrás del cálculo (aparentemente irracional) de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) al cancelar ciertos proyectos y decidir realizar otros. Las grandes obras públicas no son decididas simplemente como resultado de un capricho presidencial. Pero para poder entender su lógica, se tiene que recurrir a andamiajes teóricos mucho más complejos que el simple cálculo costo-beneficio de los proyectos de inversión.

El por qué de la estrategia del gobierno actual en las decisiones que ha tomado sobre los grandes proyectos de inversión requiere entender tanto al NAIM o al refinería Dos Bocas (o el Tren Maya) como proyectos de gasto público con consecuencias distributivas, no simplemente como buenas o malas inversiones. Desde un enfoque de la economía del bienestar, y apelando a un análisis de economía política, se debe entender que el gobierno federal esta escogiendo proyectos que premian ciertas regiones, sectores, grupos y personas. Hay que entender, además, que el gobierno federal está inmerso en un juego estratégico de información asimétrica, en donde está enviando señales para demostrar a sus contrincantes un compromiso con un nuevo rumbo en la política económica. Para que dichas señales sean creíbles tienen que ser costosas y difíciles de simular. Esto no niega la posibilidad de errores en las políticas de inversión pública, pero hay que reconocer que detrás de lo que muchos han calificado como ignorancia o incapacidad hay cálculos racionales que obedecen a las prioridades e imperativos políticos del nuevo gobierno.

Una ilustración gráfica del problema distributivo se puede entender haciendo una pequeña corrección al esquema básico de análisis de evaluación social de proyectos, que creo esclarece muchos temas que hasta el momento han sido confusos en el debate público, sobre todo en lo que concierne al NAIM y la Refinería.

Elaboración propia como un ejercicio heurístico (los rendimientos no son basados en datos reales)

La gráfica proviene de algo que aprendí del «maestro» de los Chicago Boys, Arnold Harberger, hace ya muchos años, en una conferencia que impartió en el ITAM (debe de haber sido alrededor de 1987). Escuchar al vilipendiado arquitecto de la reforma económica de Chile bajo la dictadura de Pinochet fue fascinante, pues en su presentación Harberger estaba más interesado en los efectos sociales y los conflictos distributivos que emergen de los proyectos de inversión. Deslumbrados por el neoliberalismo, no creo que muchos de mis compañeros o profesores se acuerden de la cátedra de Herberger (aclaro que yo no estaba deslumbrado, pero eso no mi impide apreciar el valor analítico del modelo teórico que presentó el profesor).

En el modelo básico de evaluación de proyectos el rendimiento social de intervenciones públicas como la provisión de educación o salud es innegable. Hasta un economista neoliberal a ultranza reconoce que el mercado no invertirá en la provisión de esos servicios básicos, pues los agentes privados no pueden capturar los retornos sociales de dichas inversiones. En el otro extremo del espectro de las posibles acciones públicas, hay proyectos de inversión con enormes rendimiento privados (aunque hay que recordar que generalmente cualquier alto rendimiento viene asociado con grandes riesgos).

Dichos proyectos deben ser realizados por el sector privado, no el gobierno, pues el mercado, cuando se le permite operar competitivamente, genera los incentivos correctos para que los inversionistas busquen esos proyectos de inversión (y que sean los inversionistas privados, no los ciudadanos contribuyentes al fisco, los que asuman los riesgos y los costos en caso de que los proyectos de inversión fallen). Esta es la lógica fundamental de todo sistema capitalista, no sólo de los régimenes neoliberales — los sistemas social demócratas europeos han operado de esta manera aún bajo gobiernos fuertemente estatistas. A menos que existan fallas de mercado importantes, los proyectos con alto rendimiento privado deben ser realizados por el sector privado, no por el gobierno.

El problema es lo que sucede en la franja intermedia, en donde las cosas son más complicadas e interesantes. Puede haber proyectos con alta rentabilidad social y también fuerte rentabilidad privada, en donde se puede justificar la inversión pública, sea para mitigar riesgos, o para dar el empujón para que los actores privados se animen a invertir en proyectos con gran incertidumbre (el riesgo medible puede generalmente ser mitigado por los mercado financieros, la incertidumbre, en cambio, a veces requiere de un gobierno con un portafolio de proyectos tan diversificado que pueda tolerar la posibilidad de «desastres» difíciles de medir).

Muchos han probablemente perdido la memoria histórica sobre estos temas, sospecho que incluyendo algunos de los jóvenes colaboradores de AMLO. Hace unos cincuenta años, en los años 60s y 70s, se realizaron en todo el mundo una enorme cantidad de proyectos de inversión pública como grandes fábricas, complejos agroalimentarios, presas hidroeléctricas o proyectos de irrigación, frecuentemente con financiamiento de los grandes bancos y organismos de desarrollo internacionales, que resultaron tener rendimientos sociales muy bajos (y si ignoramos el tema de la corrupción, también rendimientos privados dudosos).

En la gráfica se presenta un «modelo», muy simplificado, del problema de la rentabilidad privada y social de los proyectos de inversión en México. La manera de leer esta gráfica es empezando por el eje vertical, que presenta el rendimiento en términos porcentuales, que es la manera convencional como se presentan estas cosas. La línea anaranjada presenta un ordenamiento hipotético, en donde los proyectos de inversión han sido ordenados conforme a lo que los inversionistas privados obtendrían en caso de proveer el proyecto específico. Esa línea es descendiente, pues se está ordenando precisamente del mayor al menor rendimiento privado. En el extremo izquierdo se pueden imaginar grandes proyectos con riesgos considerables, pero altos rendimientos esperados, como podría ser una planta de ensamblaje o autopartes, invernaderos para cultivar frambuesas de exportación o un proyecto de extracción minera.

En el lado extremo de la izquierda coloco un proyecto de inversión que ningún actor privado proveería, a saber el programa de Transferencias Condicionadas en Efectivo con la infraestructura de clínicas y escuelas asociadas a la condicionalidad, que aunque ha cambiado de nombre, ha tenido más o menos un contorno similar durante los últimos 21 años, Progresa / Oportunidades / Prospera. Ese proyecto tiene, bajo este esquema teórico, una tasa de rendimiento privado cercano a cero, pues difícilmente una escuela o una clínica de salud provista por agentes privados podría cobrar una cantidad significativa a las personas más pobres que mantienen a sus hijos en la escuela o utilizan esos servicios médicos.

Desde el punto de vista del gobierno lo importante no es la rentabilidad privada, sino la línea que coloco también en la gráfica, que representa la rentabilidad social. En esta línea se basa en algunos supuestos razonables, en el sentido de que los proyectos del extremo derecho tienen fuerte rentabilidad social, y los del lado izquierdo tienen rentabilidades más modestas, aunque no negativas. En la gráfica hay algunos proyectos de dudosa rentabilidad tanto social como privada, que se encuentran en la parte intermedia de la gráfica. Dado que nunca he visto un estudio serio de Análisis Costo-Beneficio sobre la Refinería Dos Bocas (y los privados ya han dejado en claro que no están dispuestos a invertir en ese proyecto), coloco en ese punto de mínima rentabilidad social, como hipótesis, a la refinería, lo cual debe complacer a sus detractores.

El Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México lo coloco, como hipótesis, a la izquierda, con mayor rentabilidad privada y social, aunque señalando que desde el punto de vista social, su rentabilidad es menor que si se destinara el dinero a otros proyectos públicos como clínicas de salud, escuelas o programas para la reducción de la pobreza. Desde el punto de vista privado seguramente el proyecto del NAIM es menos rentable que otros proyectos que el sector privado ya realiza, sin necesidad de apoyo público, como invernaderos de frambuesas o fábricas de ensamblaje de automóviles.

En esta gráfica la discusión del aeropuerto y la refinería se reduce entonces a que ambos proyectos tienen una dudosa rentabilidad social frente a otras alternativas. Sabemos que durante la era hegemónica PRIista los presidentes mexicanos siempre han tenido algún proyecto faraónico, más o menos exitoso, con el que pretendían afianzar su legado (y estoy seguridad obtener enormes rentas privadas, incluyendo corrupción directa): Acapulco para Alemán; Cancún para Echeverría, Laguna Verde para López Portillo, o Ixtapa para de la Madrid. Quizá el NAIM y Dos Bocas no son más que pirámides en la arena de Peña Nieto y AMLO.

Pero por un momento imaginemos que hay algunos mexicanos para quienes cada uno de estos proyectos tiene beneficios importantes. En este sentido pueden estar equivocados quienes piensan que un proyecto no tiene rendimientos sociales o privados, sino que hay que entender, más bien, que cada proyecto puede generar distintos efectos sobre diferentes grupos. Esto implica que los proyectos de inversión no son sólo decisiones técnicas, sino que provienen de cálculos de ganadores y perdedores, y por lo tanto de potenciales conflictos distributivos.

Esta posibilidad se ilustra en una segunda gráfica, separando el rendimiento privado de dos grupos de la sociedad, los ricos, que podemos pensar serían el quintil más alto dentro de la distribución del ingreso, el 20 por ciento de la sociedad «moderna» mexicana. En este esquema teórico el rendimiento social del grupo de los ricos se distingue respecto del 80 por ciento restante. En este ejercicio podemos darle el beneficio de la duda a los proyectos favoritos de AMLO y Peña Nieto, asumiendo que ya sea para el 80 por ciento del país más pobre, o el 20 por ciento más rico, los proyectos de cada gobierno respectivamente tienen un rendimiento social, para el grupo de ciudadanos específico que les interesa complacer, por arriba de 10 por ciento (En un documento de la Secretaria de Hacienda y Crédito Público de 2014 se calcula que en México la inversión pública debe utilizar una Tasa Social de Descuento (o sea el costo de oportunidad de generar el capital para financiar proyectos públicos de inversión) de 10 por ciento).

En el ejemplo entonces la Refinería está colocada como un proyecto marginal, que no se justifica desde el punto de vista de los ricos. La gráfica sugiere que muchos proyectos a la izquierda de la refinería tendrían rendimientos sociales para el 20 por ciento más rico del país. Esto puede ser que sea el lugar donde se deberían incluir proyectos de inversión como el Tren Maya o el ferrocarril del Istmo. Bajo condiciones apropiadas esos podrían quizá ser financiados como proyectos privados, pues también implicarán beneficios para los ricos.

Fuente: Imagen en Google Maps

Proyectos de inversión como los segundos pisos en la Ciudad de México trajeron beneficios a los usuarios de automóvil, aunque el costo de oportunidad de realizarlos con recursos públicos haya sido dejar de invertir en mejor transporte público. El transporte público tiene un claro rendimiento social para la mayor parte de la sociedad, pero no para los ricos, cuando no usan el sistema. En este sentido cuando estuvo al frente del gobierno de la Ciudad de México AMLO decidió priorizar proyectos de inversión que beneficiaron a los ricos, a los contratistas, y en alguna medida a la clase media.

Cuando se empieza a pensar en los rendimientos sociales de los proyectos de inversión con este enfoque distributivo se puede también entender por qué varían tanto las opiniones sobre un tema como el NAIM. La consulta de AMLO no fue un ejercicio democrático en que se buscó la opinión representativa de todos los mexicanos sobre la cancelación del aeropuerto, sino un proceso que como muchos han señalado, implicaba obtener el beneplácito de los ciudadanos que ya apoyaban la agenda de AMLO.

Hay que también recordar que el 20 por ciento más rico del país esta formado por unos 26 millones de personas, que aunque una minoría, en sus redes sociales y las interacciones personales que tienen día a día seguramente sólo encuentran otras personas que tienen una opinión similar a la de ellos sobre la irracionalidad de la cancelación del aeropuerto.

Así pues, detrás del Aeropuerto lo que existe es un conflicto distributivo profundo sobre cómo se usan los recursos públicos y el tipo de prioridades que el país debe tener. Sin embargo, esto no permite explicar por qué el gobierno federal estuvo dispuesto a perder una cantidad tan considerable de recursos públicos con la decisión de dar marcha atrás a un proyecto ya con un grado de avance considerable. Pare entender este aspecto se tiene que apelar a la teoría de juegos y a los juegos de señalización con información imperfecta. El tema no era el Aeropuerto, sino mostrar qué tan serio o verdadero era el compromiso de AMLO con su 4T.

En los juegos de señalización existe incertidumbre sobre el tipo de actor al que se enfrenta un actor estratégico. Ese tipo es información oculta, que sólo se conoce de manera certera por el propio actor. Y el tipo de actor determina si sus amenazas o capacidades de actuar de una u otro manera son reales. En este modelo teórico se resuelve la incertidumbre enviando señales sobre el tipo de actor involucrado. En el ejemplo clásico en el ámbito educativo, una persona invierte muchos años de sus vida a estudiar, para poder mostrar con la señal de su título universitario que está dispuesto a trabajar muy duro. El título en si puede no valer mucho en términos de conocimientos reales, pero da una señal del “tipo” de actor estratégico. En ámbitos relacionados con guerras o conflictos, las señales se usan para mostrar la determinación y la capacidad que puede tener un actor para infligir daño a su contrincante.

No todas las señales permiten saber qué tipo de actor es AMLO. Muchos empresarios y políticos, que tanto se beneficiaron del régimen de partido hegemónico, que sobrevivieron el interludio del PAN, y regresaron a su relación de contubernio con el gobierno durante los años de Peña Nieto posiblemente pensaban que AMLO sería un político lleno de retórica pero con poca determinación. AMLO les ha llamado «la mafia del poder» y en muchos sentidos tiene razón.

Se trata de grupos de interés que se han enriquecido al cobijo de la protección y el privilegio del gobierno, y han logrado millonarios negocios y ganancias no por su genio empresarial, sin por la capacidad de capturar los aparatos regulatorios del Estado. Aunque hay matices, y muchos de los millonarios del país también son empresarios sagaces, no hay duda que las grandes fortunas se amasaron casi todas haciendo uso de privilegios regulatorios que protegieron el poder oligopólico, mantuvieron regalías mineras a niveles vergonzosamente ínfimos, o de plano se beneficiaron de activos del Estado regalados a unos cuantos. Esto es en el fondo el principal motivo por el que muchos mexicanos asocian privatización y neoliberalismo con corrupción y privilegio. La gran mayoría de los mexicanos es «neoliberal», en el sentido de que aceptan los beneficios del libre comercio y creen en las bondades del mercado, pero muy pocos son neoliberales en el sentido de creer que las privatizaciones y las grandes fortunas que surgieron de la reforma estructural iniciada por Carlos Salinas se justifican como bien habidas.

AMLO prometió en su campaña que no buscaría venganzas ni castigos ejemplares. Para enfrentar a lo que el llama la mafia en el poder necesitaba algo distinto. A diferencia de Carlos Salinas, la idea de buscar chivos expiatorios que fueran arrestados de manera espectacular, para dar una clara señal de poder y compromiso con un cambio de rumbo, no estaba disponible para AMLO, a menos que renegara de esa promesa. Además, el problema de poder para AMLO no es similar en absoluto al que enfrentó Carlos Salinas. AMLO tiene legitimidad popular innegable, su poder emana no sólo de una mayoría democrática en las urnas, sino de una aplastante victoria que ha colapsado el sistema tradicional de partidos. Carlos Salinas llegó al poder a través del fraude electoral, y su única estrategia de señalización tuvo que estar fundada en el único recurso de que disponía, a saber, el uso de la fuerza autoritaria. Salinas también inició su programa social clientelista Solidaridad, en donde no sólo cambió la lógica de asignación del presupuesto federal, sino que a través de la concentración de poder federal en la asignación del gasto público, enfrentó a gobernadores hostiles, removiéndolos cuando le resultaron incómodos.

AMLO tenía que dar una señal clara sobre el cambio de régimen, su 4T, que fuera más poderosa que un golpe espectacular contra un sindicalista corrupto. Y las señales más poderosas y con menor ambigüedad son aquellas que resultan costosas para quien las emite. Sólo un político verdaderamente comprometido con el cambio que profesa estaría dispuesto a tirar a la basura miles de millones de un megaproyecto, o a embarcarse en un proyecto de una refinería que pocos quieren o necesitan. Un político con enorme popularidad, con un mandato producto de tanta indignación, que puede darse el lujo de gastar millones en proyectos de dudosa rentabilidad social, o cancelar un proyecto sin obtener ningún beneficio palpable. Excepto el de señalar creíblemente que su proyecto va en serio.

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Alberto Diaz-Cayeros

Mexicano orgulloso, migrante renuente. Economista ITAM y Politólogo Duke. Senior Fellow en CDDRL y Director Centro Estudios Latinoamericanos Stanford University